Más allá de constituir un estímulo para el paladar, los sabores de los alimentos tienen propiedades dietéticas y terapéuticas que conviene conocer con vistas a alimentarnos adecuadamente.

Por poner un ejemplo significativo, los sabores expresan la naturaleza dinámica de la energía. Los sabores picante y dulce la canalizan hacia arriba y hacia afuera del cuerpo. En cambio, los sabores salado, ácido y amargo la conducen hacia abajo y hacia el interior del cuerpo.

Asimismo, cada uno de los sabores está en estrecha relación con una zona determinada del organismo. Así, el sabor ácido actúa sobre el hígado y la vesícula biliar; el amargo, sobre el corazón y el intestino delgado; el dulce, sobre el bazo-páncreas y el estómago; el picante, sobre los pulmones y el intestino grueso, y el salado, sobre los riñones y la vejiga.

En la dieta de una persona saludable, los cinco sabores deben guardar cierto equilibrio, pero el dulce siempre debe predominar. Este sabor, presente en la mayoría de los carbohidratos -granos, verduras, legumbres, frutos secos, semillas y frutas-, debe acompañarse a diario de pequeñas cantidades de sabor amargo, salado, picante y ácido.

Si nuestra salud es débil o estamos enfermos, lo conveniente en la mayoría de las ocasiones es aumentar el consumo de dos o tres sabores -los correspondientes a los órganos que más nos interesa tonificar- y reducir el de los sabores contraindicados en nuestro caso. Por ejemplo, para estimular la función del hígado tomaremos alimentos de sabor ácido o ligeramente salobre, evitaremos los picantes y no consumiremos demasiado sabor dulce.

Vamos a ir detallando en distintos posts las características y propiedades de cada sabor. Como veremos, no siempre coincide nuestra percepción sobre el sabor de un alimento con el sabor que se le adjudica desde el punto de vista energético. El vinagre, por ejemplo, se considera amargo -además de ácido- por su capacidad de enviar la energía hacia abajo y porque descongestiona.

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